lunes, 31 de enero de 2011

Un alma de repuesto.

Qué roja es la distancia que me separa de mis recuerdos; qué ajenas y lejanas son las imágenes que me asaltan una y otra vez en mis noches de insomnio y me muestran otra vida, otra voz, otro rostro que, aunque se parece al mío, no es más que la escencia de alguien que fuí y ya no soy. De vez en cuando muto de piel y a veces me queda chica el alma y tengo que dejarla tirada sobre una banqueta o colgarla de la rama de un árbol mientras me calzo aquella que recoja después de ver un atardecer gigante o después de llorar mientras observo cómo la nieve, con sus millones de pequenias estrellas blancas, cubren con su magia todo lo que me rodea.

A veces traigo dos o tres almas de repuesto, por si alguna se moja o decide partir hacia futuros que no serán o regresar a pasados que no fueron. He tenido la tentación morbosa de coserme una al corazón pero no me atrevo del todo por miedo a romperla o a lastimarla de manera irremediable. Tal vez en un ataque de locura -que suelen darme muy seguido- las dejaré todas en libertad y caminaré, a cuerpo vacío, por este mundo sin sentido.

lunes, 3 de enero de 2011

Lucia Jimenez

Cuando mi madre murió  imaginé que el día que otra mujer entrara en mi casa sería el peor de mi vida; nunca imaginé si quiera que podría ser el inicio de una nueva era.

Sin así quererlo y muy a pesar nuestro, con el tiempo el vacío que dejó mi madre se fue llenando con risas, música bailable, conversaciones animadas y visitantes que entraban y salían alegres de nuestro hogar. Entre ellos, Lucía, de 22 anios de edad, amiga muy cercana de mi hermana, la cual irradiaba tanta luz que cualquiera podía ceder a sus deseos con tan sólo mirarla.

Se fue metiendo poco a poco en nuestras vidas y en nuestros corazones. Ya fuese por el vestido que le cosió a mi hermana, ese que usó el día que mi cuniado pidió su mano o por la ayuda que le prestó a mi hermano cuando tuvo su problema de drogas, estando en todo momento a su lado y apoyándolo en cada paso de su recuperación. O por el tiempo que pasaba conmigo, jugando, hablando e inventando historias maravillosas que llenaban el tiempo y me hacían volar la imaginación. La dulzura de sus labios sobre mi frente o el abrazo cálido que secaba mis lágrimas, me hacían sentir fuerte en esos momentos en los que la ausencia de madre se hacía grande y la soledad me avasallaba.
Comenzó como asistente en la oficina de mi papá. En ese entonces, él trabajaba desde casa. Alguien debía cuidar de mí pues a mis doce anios todavía me hacía falta mucho camino para ser la mujer independiente que soy ahora.

Desde el día que llegó, nos fue sacando de ese letargo que invadía nuestra rutina, rompiendo nuestro silencio con carcajadas suaves, con la música de animada que flotaba en nuestros cuartos y sobre todo con los olores impregnantes y exóticos que dejaban tras de sí los platillos de cocinaba.

Como gatos asustados nos fuimos acercando con cautela. La calidez que emanaba nos fue dando la confianza para hacerlo cada vez más. Sobre todo a mi padre, para el que, con el tiempo, Lucía pasó de ser una completa extraña a ser su mano derecha, amiga y confidente.

A pesar de los cuarenta años que los separaban, con el tiempo, la convivencia se convirtió en complicidad y ésta se fue transformando en respeto mezclado con un amor adolescente que llenaba los espacios de pequenias coqueterías y detalles tiernos. Ese día de mayo, en el que mi padre se acercó a nosotros meditabundo y nervioso, no nos tomó por sorpresa la noticia de su matrimonio.

La boda fue sencilla; ella parecía robada de una revista de modas francesa y él se veía más guapo que nunca. Con la entrada de Lucía a mi casa, mi soledad se llenó de compañia y la casa, mi casa, dejó de ser un panteón para convertirse en un campo de gerberas en primavera.

martes, 7 de diciembre de 2010

La premonición

La abuelita –como la llamaban coloquialmente en el vecindario ya que nadie sabia su nombre puesto que ella hacía tanto que lo había olvidado- se despertó esa mañana con un presentimiento en el pecho. Cada día eran más y más las corazonadas que la asaltaban aún cuando hacía años que había dejado de echar el tarot  forzada por el alzheimer y la vejez. 

Angustiada por su visión y temerosa de que el olvido la alcanzara, recorrió lo más rápido que pudo el pasillo que separaba su cuarto del estudio. Se sentó sobre el escritorio que en algún tiempo había sido de Manuel -su esposo fallecido- y de la cajonera sacó un papel amarillento en el que escribió:

Quiroga, Michoacán a 10  de Julio de 2010.
Estimada Sra. Xocorro Farías,
Usted no me conoce y aún cuando esto suene extraño, he tenido una premonición que la involucra. Siento mucho pedirle que el lunes 20 de Noviembre no salga de su casa pues ese día la muerte la visitará. Si le es posible, despídase de parientes y amigos aunque le ruego lo haga con discreción para  no angustiar de más a sus seres queridos. Tomar una taza de té verde con jenjibre siempre es bueno para invocar a los buenos espíritus.
No olvide anotar la fecha en el calendario para que que la muerte no la tome por sorpresa. Descanse en Paz.

Rotuló con cuidado el sobre con la dirección que encontró en el directorio y bajó con mucho pesar los escalones que la separaban de la entrada de la casa. Dejó la carta sobre el buzón para que Juanito el cartero –como favor especial- la recogiera más tarde.

Durante días la asaltó la misma premonición pero debido al alzheimer -que día a día se agudizaba- para ella era siempre una diferente. Escribió entonces una y otra vez una carta, dirigida a la misma persona y prácticamente con las mismas palabras.

Juanito pasaba a diario a recoger la carta y con un movimiento de mano saludaba a la señora que como todos los días a esa hora preparaba café en la cocina. Veía el destinatario y con resignación metía la carta en su bolso para guardarla más tarde -cerrada y  junto a todas las demás cartas que la señora había escrito en los últimos meses- en una caja que tenía en la sala de su casa.

Un día no hubo carta y no olía a café recién preparado. La angustia lo invadió y tocó la puerta en repetidas ocasiones pero nadie respondió. Temiendo lo peor se vió forzado a llamar a la policía pues ella no tenía ningún pariente o amigo cercano al que pudiese acudir.

La descubrieron tendida sobre su cama, inmóvil y con la ropa de dormir puesta. Estaba muerta.
El forense escribió en el acta: Hora de muerte aproximada: 8:00 hrs. Motivo: Desconocido. Fecha de defunción: 20 de Noviembre de 2010. Nombre de la occisa: Xocorro Farías.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La primera vez que vi nevar

Al despertar me encontré con la sorpresa de que estaba nevando. Me asomé por la ventana y me quedé embelesado viendo a las pequeñas plumas caer.
¡Es tan impresionante! –Pensé- En ese momento el tiempo pareció  detenerse y me remitió a otra época. Cerré los ojos y volví a tener nueve años. Parece que fue ayer la primera vez que vi  nevar y escuché la verdad más importante de toda mi vida.
Era una tarde fría y gris de Noviembre. Estaba con mi abuelo, como casi siempre en aquella época. Mirábamos por la ventana en silencio cuando comenzaron a caer con intensidad copos de nieve que se acomodaban de manera delicada sobre el suelo.
-Presta mucha atención- Me dijo mientras carraspeaba intentando afinar su voz
-¿Sabes por qué nieva?
-No. No lo sé-dije en voz muy baja
-Porque los borregos van a la peluquería a trasquilarse- Me contestó de manera pausada, con el rostro solemne como el de quien revela un secreto de vida o muerte.
-¿Los borregos? ¿De qué borregos me hablas abuelo?
-¿Sabías que las nubes son borregos nevados, no?-Preguntó con ese tono de fastidio como si mi pregunta no fuera más que una obviedad.
-No!-Contesté apresurado.-No lo sabía-Dije y bajé la cabeza. Una ola de vergüenza me inundó. Cómo es posible que a los nueve años yo desconociera algo de tan vital importancia. Pensé.
Él guardó silencio. En su rostro arrugado se dibujaban expresiones que no logré descifrar nunca. Temía enfadarlo, por eso guardé silencio también. La curisiodad fue, sin embargo, más fuerte que mi voluntad.
 -¿Y los borregos, no se mueren de hambre en el cielo?-Pregunté honestamente preocupado.
Respiró profundo y con la paciencia que se le concede a un niño me contestó.
-No, no se mueren de hambre. Ellos se alimentan de los sueños  de los niños. Cada vez que un niño sueña, sus ilusiones flotan en el cielo. Cuando un borrego tiene hambre, se come una ilusión y ésta, se convierte en la nieve que cubre su cuerpo.
Articulaba con mucho cuidado sus palabras. Yo asentía con un movimiento afirmativo de cabeza de tanto en tanto, en un intento de parecer digno de conocer toda la verdad a cerca de los borregos.
-La nieve es en realidad un conjunto de sueños que vuelven a la tierra en forma de pequeños copos y sólo aquellos que tienen el corazón abierto y no se han olvidado de creer pueden reconocer en ella su magia. Es por eso que no todo el mundo ve a los borregos ni  siente la energía que fluye a través ella. A veces, cuando se vuelven adultos, la fe se pierde y cuando voltean al cielo y ven nevar no distinguen más que un fenómeno de la naturaleza. Es una gran verdad y, aunque triste, muy real.
-Cierra los ojos-Me pidió con tono cándido.
Entonces comenzó a contarme la historia de Martina. La primera borrega que existió en el cielo y de la primera nevada de todos los tiempos. Yo escuchaba atentamente pero poco a poco sus palabras se volvían confusas y lejanas.
Mientras su voz danzaba en el ambiente me dejé llevar por la historia  que me contaba el viejo. Al terminar su relato permanecimos durante mucho tiempo en un silencio total. Estuvimos sentados el uno al lado del otro, dejando al tiempo pasar y a la nieve pintar de blanco el paisaje.
¿Cómo es  que tú siendo un viejo recuerdas a los borregos y puedes sentir la magia?
Él me miró durante largo rato con esos ojos negros que tanto recuerdo. Me tomó de las manos y me contestó.
 -Yo soy tan sólo un niño, como tú. En realidad, los abuelos son tan sólo niños disfrazados de viejos
-¿Por qué mejor no te disfrazas de joven, abuelo?
-Porque en algún momento todos tenemos que hacer un viaje muy largo y este cuerpo es muy pesado. Es necesario dejarlo atrás para poder volar ligero. De hecho, ha llegado el momento de que parta. Es por ello que te revelo esta verdad así como mi abuelo me  la compartió a mí y como espero tú se la transmitas un día a tus nietos - Contestó con voz baja y quebradiza.
Yo no entendí en ese momento el motivo de su tristeza. Mi abuelo murió unos días después. Ese día también nevó.  Lloré durante días y noches. Su ausencia me supo amarga. Me sentía completamente solo y perdido en el mundo. Él era mi mejor amigo. El mejor amigo que he tenido jamás. Nunca he podido llenar la ausencia que dejó su partida y con el tiempo, en contra de todas mis expectativas, me fui volviendo cada vez más adulto y me olvidé de la nieve y de los sueños.
Hacía más de treinta años que no veía nevar y no pensaba ni en los borregos ni en la verdad que me reveló mi abuelo. Cierro los ojos y al conectarme con la nieve escucho su voz, tan clara como ayer, como cuando niño, como si estuviera aquí, al lado mío, compartiendo el mejor regalo que me dejó. Sonrío al sentir su presencia y abro mi corazón para que mis sueños puedan encontrar nuevamente su camino a casa.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La vida sin ti

Mi querida María, desde que te fuiste la vida se me cae a pedazos y tengo siempre el estómago vacío. ¡Mira que morirte con menos de cuarenta ya es una barbaridad, pero morirte sin dejar una sola receta por escrito, es un pecado imperdonable!

La primera vez que probé tu pastel de chocolate con mermelada de rosas me enamoré de ti. Lo sé, aunque tú insistieras en afirmar que sucedió cuando preparaste esa lasaña de flor de calabaza con salsa de chile poblano y polvo de ángel, como tú llamabas a ese ingrediente secreto que hacía  tu comida tan tuya como tu voz.

Ahora que lo pienso, pudo ser cuando se derritió en mi boca la tarta de mandarina con crema de vainilla helada y un toque de canela que preparaste para mi cumpleaños, o cuando resbaló por mi garganta ese chocolate amargo, molido a mano, que al ser batido con la leche caliente formaba una espuma deliciosa que me evocaba mi infancia perdida.

Seguro que pasó aquel día gris en el que, refugiándonos de la lluvia, nos quedamos encerrados en tu casa y nos descubrimos el cuerpo mientras nos degustábamos la piel entre cucharada y cucharada de esa sopa increíble de brócoli con zanahoria y poro. Tal vez fue  culpa de esa pierna al horno con salsa de frambuesas y chile habanero que tanto éxito tenía entre todos nuestros amigos, o la manera en la que te movías al cocinar y  cómo los pliegues de tu falda se balanceaban de un lado a otro, desinhibidos y coquetos. O tal vez el causante fue tu olor a pastel recién horneado, a mantequilla derretida y a té de canela, que hacía que todos mis sentidos se despertaran y deseara, aún más que probar tu comida, tumbarte sobre el suelo de la cocina y hacerte mía una y otra vez, en un intento fallido de robar un poco de esa magia con la que transformabas un alimento común en un platillo único e inigualable.

Me hiciste adicto a ti, a tus sabores y a los aromas que desprendía tu cocina. Era esclavo de tus deseos por tener tan solo el derecho de probar tus platillos. Vivía para complacerte. 

Vigilaba durante todo el día la hora, esperando a que el reloj marcara las cinco para correr a casa y descubrir qué nueva sorpresa me esperaba sobre la mesa.

Nunca me fue suficiente, pero tu norma era clara: no más de un platillo por día, así que siempre tuve que esperar, hambriento e inconforme, al menos veinticuatro horas antes de poder embriagarme con un sabor diferente y explotar en esa perfecta sinfonía de sabores que componías para mi deleite.

Aquel martes de septiembre tuve un día horrible en el trabajo. Cuando llegué a casa me sentía muy nervioso. Siempre que me pongo nervioso se me abre el apetito más que de costumbre, lo sabes. Al terminar de comer te dije que todavía tenía hambre, que no había sido suficiente y que no podía esperar de ninguna manera hasta mañana. Te supliqué, incluso de rodillas, que hicieras una excepción a tu regla absurda y me dejaras probar tan sólo una cosa más. Te pedí me prepararas algo sencillo, rápido. Necesitaba urgentemente sentir en mi paladar ese toque mágico de tu cocina, pero me miraste de reojo, sin prestarme mucha atención, y de manera condescendiente y tajante me dijiste que no, así, rotundo y sin vacilar, sin si quiera tomar en serio ni mi súplica ni mis sentimientos. No puedo entender de verdad cómo después de dieciocho años de casados no pudiste hacer una concesión, mujer, tan sólo una pequeña concesión y darme gusto preparándome una probadita de algo más. ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿no me merecía un detalle de tu parte? ¿Es acaso justo dejar morir de hambre a tu marido? ¡Pero qué desconsideración la tuya, María!

Nunca tuve la intención de lastimarte, lo juro. Sólo quería hacerte recapacitar, tal vez intimidarte un poco a ver si así lograbas entender lo mucho que necesitaba de tu comida. Mi perturbación no me permitió darme cuenta de que mis manos apretaban tu cuello demasiado fuerte, hasta que sentí tu cuerpo flácido y pesado. Te solté de repente y caíste sobre una mezcla de platos rotos, cubiertos y especias multicolores. Me quedé ahí, observándote inmóvil y callada. Me sentía muy desconcertado y no tenía idea de lo que debía hacer hasta que el rugido de mi estómago rompió el silencio y mis divagaciones me dieron la respuesta que buscaba. Te besé en la frente y, como todavía tenía hambre, comencé a buscar.


Abrí los cajones, revolví los estantes, vacié las ollas, arranqué las plantas de las macetas, abrí las latas. Saqué todo de la cocina y no encontré nada. ¡Absolutamente Nada! No había un solo papel, una pequeña anotación, ni siquiera una lista de mercado escueta. ¡Nada! ¡Qué mala costumbre la tuya, María, de nunca escribir nada!

Intenté una y otra vez recrear tus sabores en vano. Nunca he logrado siquiera acercarme un poco a tu sazón. Mi vida cayó en desgracia. Ya no flota en el ambiente ese olor a mantequilla recién derretida, ni me coquetean los movimientos delicados y cadenciosos de tu falda. Desde tu muerte estoy condenado a esta vida horrible en la que no existen ni tú ni la magia con la que transformabas cualquier alimento en un manjar. Ahora sobrevivo, como puedo, entre la soledad, la tristeza y el hambre.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La lija sobre tu tumba

Mientras cierro las maletas le doy un último vistazo a la habitación. Me sabe más pequeña que en mis recuerdos aunque menos triste de lo que imaginaba. Pensé que empacar tus cosas iba a romper mi paz,  pero sólo siento nostalgia al reconocer que me quité el traje de la juventud hace ya bastante tiempo.
Debo confesar que nunca te olvidé del todo. De tanto en tanto me alcanzaban los recuerdos, mientras lavaba los trastes o tendía las camas. La primera vez que te vi; cómo tu sonrisa te iluminaba el rostro; tú diciéndome adiós; el día que nos dimos el primer beso. ¿Te acuerdas? Llovía a cántaros y corrimos a refugiarnos debajo de un olmo y nuestros cuerpos se acercaron por magnetismo u ociosidad y al estar nuestras bocas tan cerca fue inevitable que se encontraran y se exploraran con la avidez de geógrafo y la torpeza de la inexperiencia.
En este cuarto jugaste con mis límites y me recorriste el cuerpo con tus manos hasta que perdía el sentido de la realidad. Aquí nos fusionamos tantas veces hasta caer rendidos sobre la cama  tan sólo el tiempo  necesario para tomar aire para volver a comenzar. Bajo este techo conocí el significado puro de la lujuria y del amor mezclados.
Hace más de cuarenta años que no sabía de ti. Me sorprendió la llamada de tu abogado en la que me informó, de manera fría y distante, que habías fallecido.
Tu muerte me tomó por sorpresa y aún más que yo fuera tu única heredera. Tenía que recoger tus pertenencias, que no eran más que libros viejos y un par de objetos sin valor de acuerdo al inventario me fue leído por teléfono. -Están en un cuarto ubicado en la calle Ámsterdam de la colonia Condesa-dijo la voz-. Ahí donde vivías en ese entonces, donde al parecer viviste todo el tiempo. Siempre supe que nunca tendrías el valor suficiente para dejar a un lado los demonios que te atormentaban y comenzar una nueva vida.
Cierro la habitación. Le entrego las maletas al portero y le pido encuentre un lugar para a tus cosas. Su casa, la casa de sus amigos, la basura. ¡Qué más da! Sólo me quedo con esta lija. Precisamente con la que le diste el toque final a las alianzas de madera que nos daríamos en nuestra boda. En esa que nunca sucedió porque te enamoraste de otra, al parecer tan pasajera como yo, a la que seguramente, con esta misma lija, le terminaste un par de anillos con la promesa falsa del amor eterno.
No te preocupes que no pretendo quedarme con ella. No quiero absolutamente nada que me vincule a ti. Pienso ir a dejarla sobre tu tumba con la esperanza de que el recuerdo de ese pasado que compartimos se muera de una buena vez y para siempre contigo.  

jueves, 25 de noviembre de 2010

La libertad

Es la cuarta vez que tocas el timbre  pero aún no me decido a abrir. Te observo a través de la mirilla con cautela. Enciendes un cigarro con desgano y te sientas en el escalón de la entrada. Veo a distancia el humo dibujar espirales en el aire y las manos me tiemblan con fuerza al recordar.
¿Qué haces aquí? Hace tanto que no eres más que una sombra. Tu imagen se deformó con el tiempo y hasta hoy me sabías tan ajeno como el sueño de otro. Ahora has venido y has traído contigo las pesadillas del pasado. Me pongo en cuclillas y balanceo mi cuerpo esperando que desaparezcas, que esto no sea más que un espejismo.
Las lágrimas corren descontroladas y la respiración se me va. Me ahogo. Quisiera gritar pero temo ser descubierta. No quiero dejarte entrar y que impregnes mi casa con tu olor a vino tinto mezclado con sudor ni que toques mis cosas con tus manos ásperas con las que me reventabas la boca de una bofetada cada vez que tus frustraciones eran más fuertes que tu sensatez.
Entre puñetazo y puñetazo aprendí a volar. Mientras tus golpes lastimaban mi cuerpo cerraba los ojos y me convertía en aire hasta que perdía el conocimiento y despertaba horas después en mi cuarto y la realidad me caía de golpe al sentir el dolor intenso que inundaba mi cuerpo.
¿Quién te dió el derecho de romperme en mil pedazos? Tú lo eras todo para mí.Te entregué mi inocencia y complací todos tus deseos por despreciables que fueran. Nunca fue suficiente. No había nada en este mundo que yo hiciera o que yo dijera que lograra apagar tu furia.
El timbre suena una vez más y el sonido me regresa a la realidad. Ya no soy una niña, soy fuerte, él no existe, esto no es más que una pesadilla –repito una y otra vez mientras respiro intentando recobrar la calma perdida sin lograr conseguirlo-
¿A qué veniste? ¿No me humillaste lo suficiente? ¿Quieres pisotear la poca dignidad que logré rescatar de mi vida contigo? ¿Qué esperas de mí, papá? ¿Qué puedo darte ahora que no te haya dado antes?
La cabeza me da vueltas y no puedo pensar con claridad. La vista se me nubla y todo se vuelve confuso. Vuelvo a tener ocho años y a sentir la sangre correr por mi rostro. ¡No me lastimes por favor! –murmuro una y otra vez entre dientes mientras el dolor se hace cada vez más intenso- Siento que me vuelvo polvo  y me disuelvo lentamente en esta confusión.
Vuelve a sonar el timbre y el corazón me comienza a latir desbocado. ¡Te odio! ¡No me vas a hacer daño nunca más, ¿lo oyes?–te grito con todas mis fuerzas a través de la puerta mientras tomo la pistola que tengo guardada en la cajonera de la entrada-
Abro la puerta y veo tu rostro. Después de tantos años sigues teniendo esa misma expresión cínica que tanto desprecié. –Hola- Me dices y sonríes al verme. -Pensé que te habías muerto. Hola entonces y adiós-digo cortante, entre lágrimas, mientras jalo temblorosa el gatillo con todo el valor que nunca tuve.
Me tomas entre tus brazos y gritas palabras incomprensibles. La obscuridad se vuelve cada vez más profunda y todo se evapora lentamente. Intento sonreír pero el cuerpo ya no me responde. Una paz inmensa me invade al saber que después de hoy jamás me volerás a lastimar.