jueves, 25 de noviembre de 2010

La libertad

Es la cuarta vez que tocas el timbre  pero aún no me decido a abrir. Te observo a través de la mirilla con cautela. Enciendes un cigarro con desgano y te sientas en el escalón de la entrada. Veo a distancia el humo dibujar espirales en el aire y las manos me tiemblan con fuerza al recordar.
¿Qué haces aquí? Hace tanto que no eres más que una sombra. Tu imagen se deformó con el tiempo y hasta hoy me sabías tan ajeno como el sueño de otro. Ahora has venido y has traído contigo las pesadillas del pasado. Me pongo en cuclillas y balanceo mi cuerpo esperando que desaparezcas, que esto no sea más que un espejismo.
Las lágrimas corren descontroladas y la respiración se me va. Me ahogo. Quisiera gritar pero temo ser descubierta. No quiero dejarte entrar y que impregnes mi casa con tu olor a vino tinto mezclado con sudor ni que toques mis cosas con tus manos ásperas con las que me reventabas la boca de una bofetada cada vez que tus frustraciones eran más fuertes que tu sensatez.
Entre puñetazo y puñetazo aprendí a volar. Mientras tus golpes lastimaban mi cuerpo cerraba los ojos y me convertía en aire hasta que perdía el conocimiento y despertaba horas después en mi cuarto y la realidad me caía de golpe al sentir el dolor intenso que inundaba mi cuerpo.
¿Quién te dió el derecho de romperme en mil pedazos? Tú lo eras todo para mí.Te entregué mi inocencia y complací todos tus deseos por despreciables que fueran. Nunca fue suficiente. No había nada en este mundo que yo hiciera o que yo dijera que lograra apagar tu furia.
El timbre suena una vez más y el sonido me regresa a la realidad. Ya no soy una niña, soy fuerte, él no existe, esto no es más que una pesadilla –repito una y otra vez mientras respiro intentando recobrar la calma perdida sin lograr conseguirlo-
¿A qué veniste? ¿No me humillaste lo suficiente? ¿Quieres pisotear la poca dignidad que logré rescatar de mi vida contigo? ¿Qué esperas de mí, papá? ¿Qué puedo darte ahora que no te haya dado antes?
La cabeza me da vueltas y no puedo pensar con claridad. La vista se me nubla y todo se vuelve confuso. Vuelvo a tener ocho años y a sentir la sangre correr por mi rostro. ¡No me lastimes por favor! –murmuro una y otra vez entre dientes mientras el dolor se hace cada vez más intenso- Siento que me vuelvo polvo  y me disuelvo lentamente en esta confusión.
Vuelve a sonar el timbre y el corazón me comienza a latir desbocado. ¡Te odio! ¡No me vas a hacer daño nunca más, ¿lo oyes?–te grito con todas mis fuerzas a través de la puerta mientras tomo la pistola que tengo guardada en la cajonera de la entrada-
Abro la puerta y veo tu rostro. Después de tantos años sigues teniendo esa misma expresión cínica que tanto desprecié. –Hola- Me dices y sonríes al verme. -Pensé que te habías muerto. Hola entonces y adiós-digo cortante, entre lágrimas, mientras jalo temblorosa el gatillo con todo el valor que nunca tuve.
Me tomas entre tus brazos y gritas palabras incomprensibles. La obscuridad se vuelve cada vez más profunda y todo se evapora lentamente. Intento sonreír pero el cuerpo ya no me responde. Una paz inmensa me invade al saber que después de hoy jamás me volerás a lastimar.

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