domingo, 28 de noviembre de 2010

La vida sin ti

Mi querida María, desde que te fuiste la vida se me cae a pedazos y tengo siempre el estómago vacío. ¡Mira que morirte con menos de cuarenta ya es una barbaridad, pero morirte sin dejar una sola receta por escrito, es un pecado imperdonable!

La primera vez que probé tu pastel de chocolate con mermelada de rosas me enamoré de ti. Lo sé, aunque tú insistieras en afirmar que sucedió cuando preparaste esa lasaña de flor de calabaza con salsa de chile poblano y polvo de ángel, como tú llamabas a ese ingrediente secreto que hacía  tu comida tan tuya como tu voz.

Ahora que lo pienso, pudo ser cuando se derritió en mi boca la tarta de mandarina con crema de vainilla helada y un toque de canela que preparaste para mi cumpleaños, o cuando resbaló por mi garganta ese chocolate amargo, molido a mano, que al ser batido con la leche caliente formaba una espuma deliciosa que me evocaba mi infancia perdida.

Seguro que pasó aquel día gris en el que, refugiándonos de la lluvia, nos quedamos encerrados en tu casa y nos descubrimos el cuerpo mientras nos degustábamos la piel entre cucharada y cucharada de esa sopa increíble de brócoli con zanahoria y poro. Tal vez fue  culpa de esa pierna al horno con salsa de frambuesas y chile habanero que tanto éxito tenía entre todos nuestros amigos, o la manera en la que te movías al cocinar y  cómo los pliegues de tu falda se balanceaban de un lado a otro, desinhibidos y coquetos. O tal vez el causante fue tu olor a pastel recién horneado, a mantequilla derretida y a té de canela, que hacía que todos mis sentidos se despertaran y deseara, aún más que probar tu comida, tumbarte sobre el suelo de la cocina y hacerte mía una y otra vez, en un intento fallido de robar un poco de esa magia con la que transformabas un alimento común en un platillo único e inigualable.

Me hiciste adicto a ti, a tus sabores y a los aromas que desprendía tu cocina. Era esclavo de tus deseos por tener tan solo el derecho de probar tus platillos. Vivía para complacerte. 

Vigilaba durante todo el día la hora, esperando a que el reloj marcara las cinco para correr a casa y descubrir qué nueva sorpresa me esperaba sobre la mesa.

Nunca me fue suficiente, pero tu norma era clara: no más de un platillo por día, así que siempre tuve que esperar, hambriento e inconforme, al menos veinticuatro horas antes de poder embriagarme con un sabor diferente y explotar en esa perfecta sinfonía de sabores que componías para mi deleite.

Aquel martes de septiembre tuve un día horrible en el trabajo. Cuando llegué a casa me sentía muy nervioso. Siempre que me pongo nervioso se me abre el apetito más que de costumbre, lo sabes. Al terminar de comer te dije que todavía tenía hambre, que no había sido suficiente y que no podía esperar de ninguna manera hasta mañana. Te supliqué, incluso de rodillas, que hicieras una excepción a tu regla absurda y me dejaras probar tan sólo una cosa más. Te pedí me prepararas algo sencillo, rápido. Necesitaba urgentemente sentir en mi paladar ese toque mágico de tu cocina, pero me miraste de reojo, sin prestarme mucha atención, y de manera condescendiente y tajante me dijiste que no, así, rotundo y sin vacilar, sin si quiera tomar en serio ni mi súplica ni mis sentimientos. No puedo entender de verdad cómo después de dieciocho años de casados no pudiste hacer una concesión, mujer, tan sólo una pequeña concesión y darme gusto preparándome una probadita de algo más. ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿no me merecía un detalle de tu parte? ¿Es acaso justo dejar morir de hambre a tu marido? ¡Pero qué desconsideración la tuya, María!

Nunca tuve la intención de lastimarte, lo juro. Sólo quería hacerte recapacitar, tal vez intimidarte un poco a ver si así lograbas entender lo mucho que necesitaba de tu comida. Mi perturbación no me permitió darme cuenta de que mis manos apretaban tu cuello demasiado fuerte, hasta que sentí tu cuerpo flácido y pesado. Te solté de repente y caíste sobre una mezcla de platos rotos, cubiertos y especias multicolores. Me quedé ahí, observándote inmóvil y callada. Me sentía muy desconcertado y no tenía idea de lo que debía hacer hasta que el rugido de mi estómago rompió el silencio y mis divagaciones me dieron la respuesta que buscaba. Te besé en la frente y, como todavía tenía hambre, comencé a buscar.


Abrí los cajones, revolví los estantes, vacié las ollas, arranqué las plantas de las macetas, abrí las latas. Saqué todo de la cocina y no encontré nada. ¡Absolutamente Nada! No había un solo papel, una pequeña anotación, ni siquiera una lista de mercado escueta. ¡Nada! ¡Qué mala costumbre la tuya, María, de nunca escribir nada!

Intenté una y otra vez recrear tus sabores en vano. Nunca he logrado siquiera acercarme un poco a tu sazón. Mi vida cayó en desgracia. Ya no flota en el ambiente ese olor a mantequilla recién derretida, ni me coquetean los movimientos delicados y cadenciosos de tu falda. Desde tu muerte estoy condenado a esta vida horrible en la que no existen ni tú ni la magia con la que transformabas cualquier alimento en un manjar. Ahora sobrevivo, como puedo, entre la soledad, la tristeza y el hambre.

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