lunes, 3 de enero de 2011

Lucia Jimenez

Cuando mi madre murió  imaginé que el día que otra mujer entrara en mi casa sería el peor de mi vida; nunca imaginé si quiera que podría ser el inicio de una nueva era.

Sin así quererlo y muy a pesar nuestro, con el tiempo el vacío que dejó mi madre se fue llenando con risas, música bailable, conversaciones animadas y visitantes que entraban y salían alegres de nuestro hogar. Entre ellos, Lucía, de 22 anios de edad, amiga muy cercana de mi hermana, la cual irradiaba tanta luz que cualquiera podía ceder a sus deseos con tan sólo mirarla.

Se fue metiendo poco a poco en nuestras vidas y en nuestros corazones. Ya fuese por el vestido que le cosió a mi hermana, ese que usó el día que mi cuniado pidió su mano o por la ayuda que le prestó a mi hermano cuando tuvo su problema de drogas, estando en todo momento a su lado y apoyándolo en cada paso de su recuperación. O por el tiempo que pasaba conmigo, jugando, hablando e inventando historias maravillosas que llenaban el tiempo y me hacían volar la imaginación. La dulzura de sus labios sobre mi frente o el abrazo cálido que secaba mis lágrimas, me hacían sentir fuerte en esos momentos en los que la ausencia de madre se hacía grande y la soledad me avasallaba.
Comenzó como asistente en la oficina de mi papá. En ese entonces, él trabajaba desde casa. Alguien debía cuidar de mí pues a mis doce anios todavía me hacía falta mucho camino para ser la mujer independiente que soy ahora.

Desde el día que llegó, nos fue sacando de ese letargo que invadía nuestra rutina, rompiendo nuestro silencio con carcajadas suaves, con la música de animada que flotaba en nuestros cuartos y sobre todo con los olores impregnantes y exóticos que dejaban tras de sí los platillos de cocinaba.

Como gatos asustados nos fuimos acercando con cautela. La calidez que emanaba nos fue dando la confianza para hacerlo cada vez más. Sobre todo a mi padre, para el que, con el tiempo, Lucía pasó de ser una completa extraña a ser su mano derecha, amiga y confidente.

A pesar de los cuarenta años que los separaban, con el tiempo, la convivencia se convirtió en complicidad y ésta se fue transformando en respeto mezclado con un amor adolescente que llenaba los espacios de pequenias coqueterías y detalles tiernos. Ese día de mayo, en el que mi padre se acercó a nosotros meditabundo y nervioso, no nos tomó por sorpresa la noticia de su matrimonio.

La boda fue sencilla; ella parecía robada de una revista de modas francesa y él se veía más guapo que nunca. Con la entrada de Lucía a mi casa, mi soledad se llenó de compañia y la casa, mi casa, dejó de ser un panteón para convertirse en un campo de gerberas en primavera.

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