lunes, 31 de enero de 2011

Un alma de repuesto.

Qué roja es la distancia que me separa de mis recuerdos; qué ajenas y lejanas son las imágenes que me asaltan una y otra vez en mis noches de insomnio y me muestran otra vida, otra voz, otro rostro que, aunque se parece al mío, no es más que la escencia de alguien que fuí y ya no soy. De vez en cuando muto de piel y a veces me queda chica el alma y tengo que dejarla tirada sobre una banqueta o colgarla de la rama de un árbol mientras me calzo aquella que recoja después de ver un atardecer gigante o después de llorar mientras observo cómo la nieve, con sus millones de pequenias estrellas blancas, cubren con su magia todo lo que me rodea.

A veces traigo dos o tres almas de repuesto, por si alguna se moja o decide partir hacia futuros que no serán o regresar a pasados que no fueron. He tenido la tentación morbosa de coserme una al corazón pero no me atrevo del todo por miedo a romperla o a lastimarla de manera irremediable. Tal vez en un ataque de locura -que suelen darme muy seguido- las dejaré todas en libertad y caminaré, a cuerpo vacío, por este mundo sin sentido.

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